¿Por qué se titula Los espectros?, preguntó alguien al final, iluminándonos. ¡Claro! Por qué si no porque espectros son los locos encerrados en el manicomio tras un alto muro y espectros son los cuerdos. La división que parecía haber al principio, o que el lector creía que había, entre el mundo de los locos, espacio cerrado del manicomio rodeado de un bosque susurrante, y el mundo de los cuerdos, el restaurante Babilonia, se va deshaciendo ante él, ante el lector, hasta que ya no sabe qué ámbito corresponde a quién o, más aún, si hay siquiera dos ámbitos o, incluso, si no están todos locos...
¿No están todos locos? ¿No es el enamoramiento sin esperanza de la enfermera una locura? ¿No son los clientes del Babilonia, donde el doctor pasa noche tras noche, meros espectros que se suceden uno tras otro sin diferenciarse, que ni a personas llegan? Y el doctor, que parece ser el único personaje que se mueve entre esos dos espacios, camina de vuelta al manicomio en la noche de verano sin ver lo que hay a los lados del camino. El doctor apenas habla, pero parece que habla. El doctor, ¿no es también un loco?
Salto de línea y spoilers
La belleza y el horror están, sí, por todas partes. Los locos son seres poéticos en esta obra y se nos hace pensar si no será simplemente la suya una mirada poética, una forma diferente de ver la realidad. La paranoia absoluta de Petrov estremece al lector. Su muerte y esos últimos instantes de su vida que conocemos son tan bellos y terribles que nos dejan un silencio en el alma. La bandada de grajos. Oh, la bandada de grajos:
«Formaban una larga cinta viviente y, aunque eran numerosos, en sus gritos se adivinaba un sentimiento de soledad, el temor de una interminable noche fría, una queja dolorosa.»
Pomerantzev, ese loco quijotesco (maníaco depresivo casi siempre eufórico, diagnostica alguien en el grupo), al final se convierte en doctor, y lo hace muy bien. Consuela a la madre de Petrov (otra loca, como el hermano de Petrov, escritor contra el que se hacen conjuras, dice). Pomerantzev, el loco feliz, el Quijote que consigue que los demás bailen a su son, el que sabe quién es, se aburre al fin y se va en compañía de Nicolás, el buen santo. El delirio es real. Se van volando. ¿Realismo mágico? En absoluto: culmen de una progresión en la pérdida de significado de la oposición locura/cordura en el nivel de la narración. ¡Es el narrador quien se ha vuelto loco! ¿O no? ¿O es el lector quien, también, también está loco?
Andreiev ha creado una obra inquietante y bella. En el grupo de lectores ha entusiasmado a algunos de entre los que, por cierto, había quien temía el trato que se daría a la locura y al manicomio (la palabra ya atemoriza) antes de comenzar a leer. A quien no ha entusiasmado ha gustado. ¿A alguien no ha gustado? Sí, a alguien no ha gustado. Pero no entendemos por qué...
La obra se abordó a ratos desde una perspectiva histórica y social, pero parecimos de acuerdo en que la escritura y la lectura eran absolutamente poéticas. Ninguna intención de denunciar la locura como forma de exclusión de inadaptados o de quienes molestaban al modo de los estudios de Foucault, como se ha mostrado recientemente en novelas de gran calidad (Agnes Grey, recordamos en este momento, de Margaret Atwood).
Añadimos el consejo de leer el resto de los relatos de Andreiev, algunos publicados recientemente por la editorial El Olivo Azul: El abismo.
Para más información, ver entrada de introducción.